La situación actual aflora valores que van más allá de los funcionales y que sin una intervención de la escuela son difíciles de desarrollar. Durante este tiempo, hemos podido comprobar que todos tenemos conocimientos valiosos que debemos compartir, para el bien común y el beneficio de todos. Este es el máximo valor de la educación. La pandemia supone un punto de partida a un período de transformación educativa, ya que aprender es algo que puede y debe suceder en todo tiempo y lugar, de manera fluida. Esta situación nos ha ayudado a enfrentarnos a retos que divisábamos como lejanos, pero que ya están aquí y que se relacionan con los valores.
Joaquín Rodríguez, director de diseño, innovación y tecnología en la Institución educativa SEK y miembro de la Asociación Educación Abierta, propone los siguientes nuevos valores transversales para la educación: Autorrealización y resonancia con el entorno, aprendizaje innovador con un juicio y espíritu crítico, aceptación de la incertidumbre con capacidad para enfrentarse a la ambigüedad, interdependencia y cooperación lejos del tribalismo, resiliencia comunitaria y solidaridad, compasión y sentimiento de empatía hacía los demás, biofilia y sostenibilidad que apuesta por el cuidado y respeto de la vida.
Para profundizar sobre estos nuevos valores y el escenario al que se dirige la educación, entrevistamos a Joaquín Rodríguez con las siguientes cuestiones:
¿Hasta qué punto el valor de la educación ha de prevalecer sobre los demás durante la postpandemia?
Educación no es escolarización, aunque tiendan a confundirse. En esta crisis lo que hemos podido comprobar, es que todos tenemos conocimientos valiosos que compartir, competencias que son imprescindibles, y que hemos tejido redes (en muchos casos digitales, pero no únicamente) para ponerlas en común, para hacernos cargo unos de otros. Ivan Illich decía que educación para todos significa educación por parte de todos, y esta crisis ha puesto de manifiesto que el saber y el conocimiento no son una suerte de material académico inerte que pasa de profesores a discípulos, de sabios a discentes, sino que es una materia viva de la que todos poseemos una parte que podemos y debemos poner en común, para el bien común y el beneficio de todos. Ese es el valor máximo de la educación.
¿La pandemia supone un punto de partida a un periodo de transformación educativa? ¿De qué manera?
Como toda crisis, la pandemia nos pone ante la situación de aprovechar las oportunidades que apenas presentíamos o que discutíamos desde un plano meramente teórico. Si habláramos, por ejemplo, de los espacios y canales de distribución de contenidos y materias, hasta hace poco hacíamos distinciones categóricas entre lo físico y lo virtual, como si se tratara de momentos y ámbitos completamente separados, pero la realidad es que todos hemos caído en la cuenta que aprender es algo que puede y debe suceder en todo tiempo y lugar, de manera fluida y continua, con o sin COVID19, y que eso nos obliga a replantearnos la dimensión espacial y temporal de la educación y, también, la cuestión de la autonomía del alumno, de las rutinas del aprender a aprender, de la necesidad de compaginar el trabajo individual con una socialización digital rica, etc. Así que sí, la pandemia nos ha ayudado, paradójicamente, a enfrentarnos a aquellos retos que divisábamos como lejanos y que ahora están ya aquí.
¿Cuál sería la línea que podría seguir la educación el próximo curso para afrontar los retos que se plantean?
En otra parte, en un artículo titulado El virus de la segregación multiplicada que escribí a principios de la crisis , me atreví a sugerir 13 principios a tener en cuenta a la hora de diseñar nuestro regreso a las aulas:
- Garantizar la aplicación de un Plan de competencia digital docente para todo el profesorado
- Aplicar Planes de competencias digitales transversales para todo el alumnado que promuevan la responsabilidad en su uso
- Favorecer la adquisición de software educativo interoperable
- Tomarse en serio la capacitación digital de toda la población
- Pensar en modelos educativos cada vez más híbridos, en los que lo virtual y lo presencial se complementan y potencian mutuamente
- Recapacitar sobre las carencias de la evaluación sumativa tradicional
- Trabajar por proyectos reales y significativos que estimulen el apego
- Entrenar en la autonomía y la autosuficiencia
- Ensalzar la idea de comunidad de aprendizaje
- Potenciar las relaciones interpersonales de atención, cuidado y consejo
- Preparar a nuestros alumnos con todas las herramientas y competencias que les permitan ser aprendices autónomos
- Desarrollar una especial sensibilidad a todos los problemas que provienen de la globalización de los flujos de personas y mercancías
- Profundizar en la idea el bien común colectivamente gestionado
¿En qué consisten los nuevos valores transversales para la educación?
En los últimos años hemos discutido mucho sobre el tipo de competencias que nuestros alumnos necesitarían en el siglo XXI. Nos hemos referido a ellas, en muchas ocasiones, como soft skills, como si fueran menos importantes o más lábiles que las competencias específicas duras de las materias profesionales. Esas soft skills comprendían cosas como la comunicación, el pensamiento creativo y la divergencia, la colaboración y la empatía, etc. La principal preocupación de los organismos que elaboraron esas propuestas (OCDE, Banco Mundial, OIT), tenía que ver con la empleabilidad de los estudiantes en tiempos de previsible mudanza, de incertidumbre. No es que estén mal; es que son insuficientes. Y la crisis, de nuevo, nos ha puesto ante la tesitura de tener que pensar cuáles son los valores sobre lo que querremos construir nuestra convivencia en las próximas décadas, habida cuenta de que las cosas ya no serán nunca como antes.
La propuesta que recojo en el artículo Plan para una educación postpandemia recoge, en realidad, contribuciones de muchos colectivos, asociaciones e instituciones preocupadas por darnos un nuevo marco de valores para nuestra coexistencia. Llevamos demasiado tiempo desvinculados del entorno natural, nada nos resuena, sometidos como estamos a una aceleración permanente fruto de la competencia exacerbada de unos contra otros, pero la pandemia nos da la oportunidad de repensarnos, de reforzar nuestros lazos de interdependencia, de ensalzar a los cuidadores que nos cuidan, de compadecer a quienes pasan aprietos prestándoles ayuda y poniéndonos en su lugar, de aguantar el tirón todos juntos, solidariamente, cuando vienen mal dadas, de enfrentarse sosegadamente a la incertidumbre, porque en la vida apenas hay certezas. Todo eso, junto a nuestra naturaleza indisolublemente ligada a la naturaleza, son valores y competencias que vamos a necesitar, competencias globales que deben configurar una especie de basamento sobre el que reconstruirnos.
¿Cómo podrían las comunidades educativas desarrollar esos valores en este nuevo escenario?
Hace poco leía, en un artículo titulado No specific skill will get you ahead in the future, but this way of thinking will, que los investigadores de Harvard sostienen, ahora, que el futuro ya no pertenecerá a los que posean competencias específicas altamente especializadas sino, al contrario, a quienes dispongan de una capacitación global, holística y lo suficientemente flexible para encarar un futuro tan imprevisible como necesariamente solidario. Es esencial, en consecuencia, crear un cimiento común de valores y competencias sobre las que se asienten las habilidades más específicas, y en eso cada colegio, en función de su contexto social y cultural, podrá insistir más en unas u otras, hacer más hincapié en la dimensión del cuidado o la solidaridad, en la biofilia y la biomímesis, o en la creatividad, la autonomía y la innovación. Quizás alguien se pregunte cómo vamos a evaluar eso, y se me ocurren dos respuestas: una, recordar lo que Francisco Giner de los Ríos dijo en el año 1882: «o educación o exámenes», porque va ya siendo hora que aprendamos a distinguir la maduración y el progreso personal del reduccionismo numérico que no tiene en cuenta el punto de partida de cada cual; y dos, comentar que existen ya muchas herramientas a nuestra disposición, como los diarios de aprendizaje, los portfolios, etc., que nos permiten recopilar de manera progresiva las evidencias más conspicuas de todo proceso de aprendizaje.
Toda cultura configura la relación de sus miembros con el medio ambiente, consigo mismo y con los demás. El problema está en que pensamos que el medio es una fuente inagotable de recursos y, por ello, tenemos que promover la relación con la naturaleza. Es necesario cuestionar el sistema en el que hemos crecido y en el que ha de producirse.